Espartaco – el héroe de la libertad
Designaron como jefes al tracio Espartaco y a dos celtas, Criso y
Enómao. Marcharon hacia el sur, se fueron armando y saquearon campos y aldeas.
Se les sumaron esclavos, desertores y gentes empobrecidas, atraídos por la
generosidad de Espartaco, que repartía los alimentos y armas de modo
igualitario.
Ante aquella amenaza Roma envió contra ellos, un ejército de tres mil
hombres. No eran las mejores legiones, pero era una tropa numerosa mandada por
el pretor Clodio Glabro, que se apresuró en poner sitio al monte para rendir
pronto a los sitiados. Pero en lo alto de la montaña, los refugiados se
hicieron escalas de cuerda con los sarmientos de las vides, y de noche bajaron
en silencio y atacaron el campamento de los desprevenidos romanos, logrando una
primera y clara victoria. De nuevo Roma envió otras tropas, al mando del pretor
Varinio, pero fueron vencidos en tres encuentros. El botín y el armamento
reforzaron la fama y el valor de aquellos esclavos liberados que formaron ya un
ejército considerable, al que se fueron agregando miles y miles de nuevos
rebeldes. Espartaco inculcó un ánimo solidario y disciplina a toda su gente.
Sin duda sacó provecho de que, antes de ser gladiador, había militado como
mercenario en las tropas auxiliares del ejército romano y conocía sus tácticas bélicas.
Para el año de 72 a.C., sus seguidores ya ascendían a cuarenta mil, y no
tardarían en pasar de sesenta mil.
Luego el grupo de Espartaco con el de Criso se separaron y el grupo de
Criso fueron atacados por las legiones de Gelio y sufrieron una completa
derrota junto al monte Gargano. Allí quedó muerto el jefe celta y los veinte
mil hombres. Pero Espartaco se enfrentó con los dos cónsules y los venció. Y
como homenaje póstumo a su camarada sacrificó a trescientos prisioneros, con un
cruel ultraje: les hizo enfrentarse entre ellos como si fueran gladiadores en
lucha a muerte. Después se enfrentó con otro ejército romano, acaudillado por
Cayo Casio, al que también derrotó. Luego decidió volver de nuevo hacia el sur,
acaso forzado por su falta de víveres o por la terca oposición de la mayoría de
sus seguidores. Los rebeldes pasaron cerca de Roma, lo que debió de alarmar a
muchos ciudadanos, pero aquella abigarrada y numerosa tropa carecía de medios
para asediar una ciudad o intentar un asalto a sus muros.
En vista
de la situación, Marco Licinio Craso, se ofreció para salvar la República. De
noble familia, era el hombre más rico de Roma. El Senado le concedió un poder
militar excepcional y los dos cónsules derrotados, Gelio y Léntulo (que
aún mantenían su cargo), le cedieron el mando de las tropas. Craso reunió seis
nuevas legiones –unos treinta mil hombres–, les sumó las cuatro de los
cónsules, o lo que quedaba de ellas, y se puso en marcha hacia el sur. Era un
ejército de casi cincuenta mil soldados. Envió por delante a su lugarteniente, Mummio,
con dos de las castigadas legiones para acosar y vigilar a los rebeldes. Pero
en un arranque de audacia, Mummio fue más allá de sus órdenes y, confiando en
su posición ventajosa, atacó al enemigo. Sufrió una franca derrota; una gran
parte de sus hombres huyó ante los bravos rebeldes de Espartaco. Craso,
enfurecido, aplicó a aquellas tropas un terrible castigo: las diezmó. Es decir,
hizo dar muerte –a manos de sus propios compañeros– a uno de cada diez hombres.
Desde
Reggio, Espartaco intentó pasar con sus hombres a Sicilia. La isla se divisaba
cerca, pero carecía de medios de transporte. Intentó cruzar el estrecho de
Mesina en los barcos de algunos piratas, que lo traicionaron; había una nueva
disensión entre sus gentes y algunos grupos se escindieron buscando un paso
hacia el norte, que posteriormente fueron cazados y aniquilados, los audaces
rebeldes lo cruzaron de noche y entre la nieve, y avanzaron hacia el este. Pero
no pudieron evitar que los acorralara el enorme ejército de Craso.
En abril
de aquel mismo año, obligado a la gran batalla campal. El combate fue extraordinariamente
encarnizado. Espartaco avanzó sembrando muerte a su paso, dirigiéndose tal vez
hacia donde se encontraba Craso. Pero cayó heroicamente con múltiples heridas y
su cadáver quedó irreconocible entre los montones de muertos. Craso obtuvo una
aplastante victoria. Para conmemorarla y para escarmiento de cualquier rebelde,
mandó crucificar a los seis mil prisioneros supervivientes a lo largo de la vía
Apia, que iba de Capua hasta Roma. Numerosos fugitivos trataron de escapar
hacia el norte, pero se toparon, con el ejército de Pompeyo, que aprovechó la
ocasión para aniquilarlos y adjudicarse un nuevo timbre de gloria.
Luego se
jactaría de haber sido él quien puso punto final a la guerra. Aunque Craso
había logrado derrotar y matar a Espartaco en medio año, de otoño de 72 a.C. a
abril de 71 a.C., no pudo monopolizar la victoria. Pompeyo y Craso fueron
elegidos cónsules para el año siguiente. Ambos compartieron poder en Roma
durante lustros y luego coincidieron en tener una muerte violenta y ser
decapitados. Pero la gloria de Espartaco sobrevivió a la de los dos generales
victoriosos. El nombre del esclavo tracio, rebelde y revolucionario, no se
eclipsó con su fracaso y muerte. Perduró en la memoria colectiva como mítico
héroe de la libertad.
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